martes, 4 de noviembre de 2014

Madagascar, la isla de los niños, el arroz y el fuego.

 

He necesitado unos días tras el regreso de mi viaje para ordenar las imágenes que quedaron en mis cámaras y las que permanecen en mi mente. Pero parece que ya puedo tomar distancia para hacer una valoración de los días que pasé allí.

Niños. A todas horas y por todas partes. Descalzos, bellos, sonrientes, tímidos y descarados. Casi todos trabajando o jugando a trabajar. Ayudando o jugando a ayudar. Críos que no levantaban dos palmos del suelo llevando ladrillos, vendiendo un puñado de zanahorias o cargando responsablemente a un bebé a la espalda. Delgados como la mayor parte de los habitantes de ese pais, hambrientos como cualquier cachorrro que quiere crecer, maduros a temprana edad, niñas de 15 años madres del primer hijo. La población crece exponencialmente allí y por ello cada vez necesitan más cultivos de arroz.


 









Arroz donde quiera que mires, cuadriculando el paisaje y dándole un aspecto de gran colcha de patchwork verde. Hay que alimentar a la población. Una población que vive agachada, doblando el espinazo para cultivar la base de su dieta. Allí se trabaja de sol a sol. Los afortunados disponen de un par de bueyes. Los menos agraciados echan el día en los cultivos, codo con codo, hombres mujeres y niños. No vi un solo tractor. No oí ni un motor. Allí se planta y se siega como si no hubiera pasado el tiempo.






Fuego que me ha acompañado todo el viaje, a lado y lado del camino, de la carretera. Arden las selvas y los bosques, las colinas y los llanos. A una media de 8 o quizás más incendios activos al día uno no puede evitar pasar de la rabia al miedo, del disgusto a la desesperanza. Es frustrante, es de locos observar cómo la gente se asegura unas hectáreas más de cultivo a costa de la riqueza de la isla. Sus especies endémicas, sus bosques húmedos, su clima variable, su biodiversidad tiene los días contados.



Asisto pasmado al suicidio colectivo, lento e inconsciente de un país que se va a quedar sin lo que lo hace especial y lo enriquece. Aún no saben que eso que queman podría ser su salvaguarda. Un ecoturismo responsable, una sociedad concienciada en cuidar lo que les pertenece por derecho. No parece que el gobierno esté tomando cartas en el asunto. Rezo porque algún pais o corporación extranjera se dé cuenta del potencial ecológico y turístico de esta gran isla e invierta en su protección "aunque sea por interés".



Por lo pronto yo, viajero ávido de fauna, pude jugar al escondite con especies que sólo se encuentran allí si uno tiene la vista muy entrenada. Allí he visto animales que han hecho de la adaptación al medio y del camuflaje un arte refinadísimo. Me faltaban medios para llevarme un pedazo de esa riqueza mientras aun estuviera ahí.



Durante este viaje me he convertido en algo parecido a un hombre orquesta o a un extraño humanoide que atraía la atención de poblados enteros al verme aparecer con una gopro en la frente, dos cámaras en ristre o pilotando mi dron, el Phantom. Ha sido un viaje casi en 3D. Creo que llevo Madagascar en diversos formatos.






Marché con cierta angustia, porque si ya de por sí siempre le quedan a uno cosas que ver y lugares que visitar en el tintero, en el caso de Madagascar la sensación de urgencia es apremiante. Si tenéis ocasión, id YA, no lo dudéis.



 Hay que verlo y contarlo y hay que darles una razón de peso para cuidar a sus lemures, sus camaleones, sus árboles y en definitiva, su FUTURO. Hay que ir a sacar fotos, a admirar ese espectáculo, mientras aún estemos a tiempo.

Podeis disfrutar de un pequeño resumen en vídeo del viaje fotográfico siguiendo el LINK:
http://youtu.be/C_N51UCCbu4




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